lunes, 30 de marzo de 2009

PrEcIpIcIo



Ana se asomó por el precipicio, de rodillas. Las manos justo en el borde, aferrándose a la piedra y estirando muuuucho el cuello. Quería ver todo lo que quedaba abajo.

Se incorporó y sacudió distraída las pequeñas piedras que se habían pegado en sus rodillas, por debajo del vuelo del vestido de flores. Sus ojos estaban inundados del profundo azul que se mezclaba por debajo de ella, entre el cielo y el agua.

Giró la cabeza tan fuerte que una de sus trenzas le golpeó en la mejilla. Buscó por el suelo hasta que se iluminó su frente, e hincó una rodilla en el suelo. Con cuidado pero veloz, deshizo los nudos de sus zapatillas, y tiró suavemente de los cordones.

Con la graciosidad del que actúa ante el público, colocó majestuosamente los cordones sobre la arista de la gran piedra que la sujetaba allá en lo alto, una detrás de la otra. Sonrío y se mordió el labio inferior. Acababa de construir su cable de funambulista.

Extendió los brazos en cruz y alzó la barbilla, y temblorosa, sobreactuando, colocó el pie derecho sobre el delgado cordón. Medio pie en la tierra, otro medio sobre el vacío absoluto. Parapetando, con el entrecejo fruncido y ademanes cómicos, fue adelantando el pie izquierdo. Volvía hacia atrás y agitaba los brazos, intentando con guasa guardar el equilibrio. Ana era la artista grácil y divertida dispuesta a asombrar a los ansiosos espectadores invisibles.

Ana tropezó y cayó, cayó por el precipicio hacia el vacío, con los ojos abiertos, con la sonrisa en la boca, con la certeza de que, al fin, caía.